Comienzo con un simple comentario práctico: el intento de cultivar la vía abstractiva, el trabajo conceptual y en especial el referido a la propia experiencia, buscando reconocer lo teórico en la experiencia, es una interesante vía de entrenamiento en la experiencia interna.
Para entrar en tema haré una rápida reseña:
- Epistemología y epistémica remiten inmediatamente a teoría del conocimiento
- La teoría del conocimiento es eso, teoría, conceptualización, abstracción del menos tangible y más inmediato de los hechos humanos
- En términos teóricos, lo epistemológico precede a lo epistémico, dado que trata de las condiciones de posibilidad del conocimiento, o sea, de lo teorético, de la teoría de la teoría
- Lo epistémico es lo que acaece en el proceso del conocer, sobre todo en lo que hace al manejo de los métodos
- El hecho epistémico, el hecho de conocer en el acto de conocer, está atravesado por las ciencias duras, desde la biología hasta las ciencias cognitivas
- Este hecho padece una ambigüedad ínsita en él, por ser un hecho humano que, por ser tal, es acto, esto es, producto de una intención
- El acto humano puede ser explicado sólo como hecho, esto es, convertido en objeto de conocimiento
- Como acto, este hecho sólo puede ser vivido y como tal, comprendido.
Todas las teorías acerca de lo humano encuentran una barrera en este salto ontológico, del hecho al acto, y a la vez epistémico, del sujeto como objeto al yo que actúo. Podría haber dicho que este salto es al sujeto como sujeto pero no reflejaría la brutal concreción que implica considerar en un extremo un concepto general, un universal para algunos, y en el otro, yo. Y vuelvo a caer en mí, que vivo, porque referirme a mí como el sujeto actuante o el individuo concreto, que en el habla cotidiana se expresa como “el yo”, es referirse a lo que siguen siendo conceptos y, por tanto, abstractos. Sin embargo, el sujeto que actúa nunca es abstracto y su radical concreción, su esencial temporalidad, la universal transitoriedad que lo constituye y su unicidad excluyente como fenómeno, la cadacualtez en términos de Crocco, no alcanza a ser expresada por esas menciones objetivantes.
Vamos por otro lado: usando figuras que pueden graficar groseramente el tema, podemos ver la epistemología como la señalética del pensar. Los conceptos son los signos que marcan los caminos, de hecho, marcan direcciones como todo tema, todo contenido de conciencia. Dicen por dónde ir.
La epistémica se ocupa de los métodos, del cómo ir, de cómo sortear los obstáculos que se presenten.
En términos clásicos y respetando provisoriamente la separación que presenta entre acto y objeto, la teoría del conocimiento habla sobre el hecho más generalizado en el individuo humano. El problema del conocer y del saber son básicos para el desarrollo de la vida. No sólo conoce el científico con sus teorías y laboratorios, cualquier individuo conoce, desde el suelo que pisa hasta la visión que pueda tener del mundo, su cosmovisión, es conocimiento.
Por formación, el científico sabe aunque no siempre se aplica, que sus teorías tienen que ser examinadas para enfrentar lo que quiere conocer. Para poder transitar el camino del conocimiento tiene que elegir un marco teórico que dé cuenta de él y al que va a cuestionar o enriquecer, que es lo mismo. Porque la crítica enriquece.
En lo cotidiano parecería que esta prevención o cuidado teórico sólo pertenece al laboratorio. Así como el científico tiene en su memoria copresentes las teorías que conoce (o tendría que conocer), en lo cotidiano el individuo (que podría ser científico, abundan los ejemplos) tendría que revisar los datos previos que maneja cuando se orienta hacia su futuro. Que eso es lo que hace todo el tiempo en su diario vivir.
Aquí se podría seguir el análisis en base a las ideas de Kuhn del paradigma y los marcos teóricos, o ver la cuestión desde lo psicológico social y la determinación de las distintas situaciones, o relevar las pautas de las posibles culturas –si se quiere comparar el conjunto a que pertenecen- o las subculturas, y estaría siempre manteniéndome dentro del plano de la explicación, de la relación de factores que están en juego para armar el esquema causal-determinista que permita dar una razón de la situación. Y digo “razón” en el sentido implícito en los sentidos habituales del término, el de una proporción entre los factores que tengo en cuenta, de una relación de interacción entre ellos. Porque la razón es, en esencia, eso: una proporción determinada por la comparación entre dos términos.
Agrego porque es determinante: dos términos comparables.
En la encrucijada que señalo con sus alternativas está el problema epistemológico, o sea, cómo hago para abordar el fenómeno que me interesa. Serán las teorías las que me presenten distintos esquemas de razones que jueguen entre ellos y veré yo cuál es el que me resulta más relevante, pero siempre estaré refiriéndome a un esquema de causación, aún cuando sea recíproca.
Para abordar lo humano es necesario correr el término “causa” y cambiarlo por el de agencia. Porque lo humano no es causal sino agente, hace. En todo caso son sus acciones las que inauguran series causales, a sus acciones siguen consecuencias, no efectos en el sentido común.
La efectuación es lo que hace todo el tiempo: hacer desde y es este “hacer desde” lo que me interesa.
Cuál sea el marco teórico que elija es mi problema o elección epistemológica, cuáles serán los conceptos que den razón, que establezcan la proporción más ajustada con lo que quiero conocer. Se pueden ver los conceptos como vestimentas que se prueban, a ver si calzan o no.
La causalidad está graficada habitualmente por las bolas que se han usado para describir el movimiento y sus efectos: si A golpea a B, lo moverá según sea la resistencia que ofrezca. Una relación de fuerzas, una razón, una proporción entre la fuerza del móvil y el peso o masa del cuerpo estático que es impactado.
Pero la bola A necesita una fuerza externa que la mueva. Esto ya descarta la idea de aplicar la causación a la dimensión humana, aunque con ánimo de simplificación se pueda hablar en esos términos en lo cotidiano.
De modo que un individuo no causa, agencia o hace.
A principios del siglo pasado, Wilhelm Dilthey rompió con la visión mecanicista del objetivismo que se atribuye a Aristóteles (como ismo, quiero decir) e introdujo la noción de historicidad como característica de lo humano, en lo que tenía antecedentes de abolengo, como Hegel y otros, pero de manera distintiva caracterizó la conducta humana como finalista y no causada. Lo humano se mueve en dirección a fines y no movido por otras cosas. Además, lo humano aporta sentido, un elemento conceptual que indica la existencia de algo que se mueve dentro del cuerpo. Por eso, la explicación no es suficiente para dar cuenta del fenómeno humano, sino la comprensión, la captación del sentido de las conductas humanas.
He aquí una barrera epistemológica: no puedo pensar lo humano en términos físicos, para usar un contraste claro. Tampoco puedo hacerlo en términos antropológicos, sociológicos y aún psicológicos, desde el punto de vista de las psicologías explicativas que son mayoría. No es que estas ciencias no aporten conocimiento acerca de lo humano. Es que su objeto son las culturas, las dinámicas sociales o las cuestiones biográficas, todos factores que se manifiestan dentro del vasto objeto que se puede llamar “humanidad”.
Pero lo humano como tal, en términos perceptuales, nos remite a individuos y, por tanto, cadacualteces, exclusividades fenoménicas autorreferenciales, que sólo puedo conocer en términos de esas referencias individuales que, a veces, son momentáneas porque varían en el transcurso.
Retomo por otro camino. Con excepción de los terraplanistas en lo que hace a cosmovisiones, o sea los distorsionadores de los hechos probados, en términos generales se acepta que la evolución de la materia se produjo generando distintos estadios organizativos, groseramente, como lo pinta Castoriadis, mineral, vegetal, animal, humano. Más puntualmente, elementos primordiales como el puré cósmico, el gas que lo siguió al concentrarse en la fricción con el vacío generando las implosiones de las primeras estrellas que generaron los metales pesados, las nuevas concentraciones gaseosas con los soles y planetas, y así siguiendo hasta la aparición de la sopa molecular orgánica que nos trajo hasta aquí en sus distintas y progresivas combinaciones.
Hasta el nivel de la dinámica neurofisiológica, tomada como condición de posibilidad del psiquismo, vale utilizar la explicación. Importa saber que las condiciones materiales determinan la existencia del fenómeno humano e influyen sobre él, pero no pueden explicar el fenómeno individual que cada uno es.
Es casi una regla encontrar la proyección o la traspolación de conceptos de un nivel de organización para explicar fenómenos de otro nivel. O el armado de esquemas de causación entre elementos de un nivel y los de otro. Lo único que se puede establecer con certeza es que un nivel sostiene al o los que le siguen evolutivamente, pero no hay entre sus elementos esquemas causales posibles. Es como pretender que una partícula tenga influencia en un proceso estelar, o que un planeta de una galaxia influya sobre la estrella central de otra galaxia. Estas desubicaciones en los marcos de relación conceptual son errores epistemológicos frecuentes. Esto es, no se pueden aplicar conceptos de un marco teórico a conceptos de otro marco teórico.
Algunos ejemplos: los materialistas de todas las escuelas niegan la existencia de la conciencia y la reducen a efectos de procesos fisiológicos de distinto calibre. Sustituyen los procesos psicológicos por los corporales, que son perceptibles.
Maturana, que a partir de las ideas sistémicas de von Bertalanffy introdujo la noción de autopóiesis como distintiva de los seres vivos, es decir, la autoorganización; explica la conducta humana como el ensamble de coordinaciones de coordinaciones de coordinaciones (así siguiendo) de interacciones que se dan en distintos niveles hasta manifestarse como individuo. Y éste, el individuo desaparece en esas ideas.
Cuando Panov refiere la estructuración sucesiva de la materia en los pasos evolutivos, pone al cerebro como el elemento más evolucionado en nuestro nivel y aquí se ve claramente el trasfondo materialista. Lo clásico era poner una figura humana representando al individuo humano. Aquí se sacó una parte de ese cuerpo figurado, imposible de percibir y se la colocó simbólicamente en la cúspide evolutiva, alegorizando lo imposible de alegorizar, la dimensión del sentido que inaugura lo humano. Pero para alguien formado en el materialismo dialéctico es coherente.
En teoría del conocimiento se representa al sujeto como un perfil de rostro humano o un ojo, enfrentado con un punto, un cuadrado o lo que fuere que alegoriza el objeto que, muy claramente, está separado del sujeto. Se trata de dos cosas distintas, dos cuerpos enfrentados.
Kant alegorizaba la sucesión temporal con la línea de puntos que se puede trazar con un lápiz en un papel.
Este tipo de figuraciones es frecuente en ciencias sociales: se toma la sociedad por analogía con el cuerpo humano, y así, el gobierno es la cabeza, la administración los brazos, etc, esa proyección que hace Hobbes y quienes lo siguieron para explicar el Estado. O en Derecho se ve como la cabeza de una sociedad civil o comercial a su directorio, atribuyéndole una voluntad que los entes culturales no pueden tener por sí mismos. O se convierte un atributo, por caso la democracia, en un ente cultural, por caso Occidente, y se habla de Occidente como si fuera democrático, obviando las diferencias internas de este ente cultural construido en base a representaciones de representaciones, y las analogías que pueda haber en no-Occidente, que sería el resto del planeta.
Son éstos, figuras verbales que se usan para comunicar nociones que generalmente ocultan errores epistémicos, que a veces derivan de una equivocación epistemológica, o más bien de un descuido, de no revisar, a cada paso del proceso de aplicación del conocimiento, la congruencia del concepto que se maneja o su figura particular, con el marco teórico.
Esto es relevante porque las imágenes orientan conductas y si pongo una representación alegórica voy a movilizar acciones. Esto es claro si apunto a la construcción de instancias que me contienen, de ámbitos que sobrepasan mi dimensión perceptual. Cuando se trata de acciones colectivas no es posible proponerse la construcción de un sujeto colectivo porque yo soy parte de eso, por tanto, no puedo ser su ingeniero. La convergencia colectiva se produce detrás de imágenes-guía y será la suma de voluntades la que de por resultado un sujeto colectivo, que siempre han sido y supongo serán, transitorios. Es que el balance entre yo y el conjunto que me contiene es difícil de establecer, lo más probable es que la ilusión de mi participación nuble la visión del conjunto.
Esta cuestión de la representación de lo viviente, no de lo corporal sino de lo que está vivo y actúa, sea individual o colectivo, es el punto central porque tiene utilidad cotidiana. En este punto el marco especializado, lo teórico, deja lugar al sujeto viviente.
Cuando un pensador estampa una figura para cubrir un vacío conceptual está cometiendo un error característico pero ¿qué es lo que lo determina?
Sé que parezco un borracho tratando de acertarle a la cerradura de su casa con el amuleto de su llavero y no con la llave. A cada encrucijada del desarrollo de la exposición, reculé buscando otro camino porque así señalaba la existencia de otras posibles direcciones. Ese es un motivo. Otro, es que fui destacando los problemas que surgen en el pensar. La problemática epistémica que salta a cada paso, porque conocer no es un proceso sino un hacer que se hace proceso. No es un conjunto de mecanismos que se activan y arrojan un resultado, sino un contrastar conceptos con hechos para ver su adecuación. Me refiero a la del concepto con el hecho, porque si no va, hay que cambiar de o modificar el concepto, y no modificar la descripción del hecho para poder aplicar el concepto.
En todos los casos, es el pensar el que debe aplicarse a los hechos, adecuándose a ellos, y no al revés. Sin embargo, este detalle suele perderse en la dinámica del pensar, debido a la fascinación que la representación del hecho produce en el pensador, que siempre es más que su pensar. Y esa fascinación, esa suerte de fusión que se produce entre contenidos de su copresencia con los hechos de la presencia, esa atracción deslumbrante guía el pensar por el camino asociativo, provocando desvíos.
Esto hay destacarlo: el mundo es, más que una percepción, una concepción. Cuando nos referimos a una visión del universo, no estamos hablando del resultado de lo que nos entregan los sentidos sino de una concepción del universo, de lo que se piensa de él. Destacar esta circunstancia que funda el conocimiento es imprescindible, y tenerla en cuenta cada vez que uno se mueve con el pensamiento, es el ancla que permite ajustar la legitimidad de las ideas.
Desde la noción de verdad como correspondencia del intelecto con la realidad, pasando por Descartes, Kant y Husserl, la referencia constante para el pensador es el mundo, la experiencia externa.
Como el cúmulo de conocimientos habla de lo que es y no percibimos, cada uno se mueve en una burbuja de datos aplicados a cada instante, o sea datos obtenidos de algún discurso teórico, y desde allí se inserta en su mundo. Porque “mundo” es el mundo de cada uno, el que cada cual puede concebir a partir de la información que recoge.
Este modo de darse el mundo a cada cual pasa espontáneamente inadvertido porque resulta transparente en la experiencia, dado que es lo dado para cada cual en la medida que cada uno está dado para sí a cada momento. Para decirlo en trazos gruesos, yo soy un supuesto para mí mismo. Y lo soy porque el mundo del que participo es un supuesto para mí. Y es un supuesto porque, dado que es una concepción y no un registro directo, es una representación, algo que pasa en mi cabeza. Teniendo esto claro se puede entender con precisión lo que Edgar Morin y Silo querían decir con la expresión “poner bien la cabeza”. Se trata de ajustar la mirada.
Tomando esta idea de anclaje en la experiencia que está implícita en la adecuación a la experiencia externa, se trata de anclar en la experiencia, en términos generales. Así que, del mismo modo que tenemos como previo que el mundo está ahí y es nuestra fuente de experiencia, como correlato necesario hay que considerar que eso que está ahí es una visión, un pensamiento de esto que esta aquí, o sea, yo.
De este modo creo haber despejado y resaltado lo que para los humanistas resulta el punto de partida del conocer: todo depende del punto de vista o interés que estructura mi concepción, la organización que haga de los datos con que cuento Recojo la red y saco una conclusión de todo lo dicho, se vaya por donde se vaya, quien quiere conocer trabaja y se las ve siempre con representaciones. No se trabaja con hechos sino con sus representaciones.
No puede ser de otro modo porque lo perceptual sigue la dinámica de los hechos. En todo caso es un hecho en sí mismo, frente a la dinámica del pensar. Es lo que ancla la mente a su circunstancia.
Pero la mente está conectada con un cuerpo de manera inescindible, que es el que participa del medio circundante. Hay una homología elemental entre el cuerpo y su medio, y el pensar sirve, en primer lugar, a la situación de ese cuerpo en su medio. La conciencia representa el mundo para dirigir las operaciones del cuerpo en la búsqueda de satisfacción de sus necesidades básicas. Por otra parte, son estas necesidades básicas las que motivan la casi absoluta mayoría de las actividades sociales, incluyendo las religiosas, si tomamos estas formaciones colectivas como proveedoras de seguridad existencial, que es una necesidad determinada por la fragilidad y transitoriedad del cuerpo.
Volviendo al tronco, de todo tengo una visión. Y eso me incluye. Aquí está el punto central del cual el pensamiento occidental se desvió, llevado por la impronta de separatividad que lo caracteriza a lo largo y ancho de todas las culturas. Vivir-me separado de los otros entes que me circundan, determina el predominio de la percepción en el pensar, lo que concomita con aquella condición perceptualista que modula el anclaje en la realidad circundante. Porque la experiencia es básicamente, sensible y predominantemente externa. Es el origen de la experiencia como la conocemos. Y plantear este origen es elegir un punto de partida para el abordaje de mi experiencia, que es lo humano en su originalidad.
Este desvío tiene un origen puntual, hubo una expresión casi poética del problema que intento traer. Allá en la alborada del pensamiento occidental, cuando en Descartes todavía era pensamiento racional y los racionalistas no lo habían degradado, éste expresó en su Discurso, en el momento inmediato posterior al famoso je pense donc je suis, mal traducido por “pienso luego existo”, casi a continuación, dijo: “ce moi, c’est á dire l’ame, par la quelle je suis ce que je suis”. O sea, “este yo, es decir, el alma por la que soy lo que soy”. Aquí hay un salto claro, donde lo viviente concreto, yo, soy mentado como objeto, para destacar que hay algo que determina cómo soy, o sea, sujeto. Una suerte de trinidad donde el alma media entre el objeto que soy y el sujeto que soy. Acá hay muchísima tela para cortar, pero para el tema interesa que yo como objeto –“este” yo- soy el alma que determina lo que soy. El moi francés tiene su problema de traducción porque señala una posición objetal que en castellano no existe. El mí es término de acción pero no de referencia. Por eso se traduce “el yo”.
Al perder la Metafísica el piso sobre el que se asentaba, justamente por una ola científico-experimentalista que inaugura el mismo Descartes, el alma pierde crédito y la frase queda sepultada por el imaginario racionalista que termina degollándola en el altar del empirismo. Como si el alma no fuera experimentable. En este degüello juega la semántica: el penser del Discurso no es el pensar como c múnmente se entiende, cálculo, raciocinio, peso, derivado del pensare o putare latinos. En las Meditaciones Metafísicas, cuando tuvo que escribir en latín para la Academia (para que no le cortaran la cabeza), usó el cogitare, que es con-mover, co-agitar, moverse concomitando con lo externo. Así, en el capítulo 2 define el pensar con una enunciación: “Pero ¿qué es entonces lo que soy? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es decir una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente.” El racionalismo que después se dio en llamar cartesiano parece que no leyeron esta parte, y también Damasio que pretende que Descartes se equivocó al omitir los sentimientos.
Volviendo a la frase del alma: implica el salto metodológico que funda toda epistémica sobre el psiquismo. Es la conversión de la posición del yo que veo, como sujeto, en el yo que es visto, o sea el mismo yo como objeto. En esto aciertan los lingüistas cuando hablan de la expresión en primera o tercera persona, pero el recubrimiento del lenguaje tapa lo que es evidente en la vivencia: hay algo que es visto en la experiencia, como siendo el sujeto.
Este paso premetódico que funda cualquier conocimiento, cualquier abordaje que se intente porque define la posición del observador, fue destacado por Silo con su concepto de mirada, y en particular con las posiciones que puede ocupar el yo mirado como desde afuera, o el yo que mira desde adentro del cuerpo, desde sí. La diferenciación entre mirada externa y mirada interna abre los campos fenoménicos en que se puede ubicar de manera diferenciada la conceptualización del fenómeno y la vivencia del fenómeno.
Se puede advertir aquí porqué antes destaqué el concepto de visión. Corresponde a la mirada interna, a lo que se ve desde quién y cómo lo ve.
Conceptualmente se puede decir que se trata de la conciencia y no hay error en esa formulación teórica. El error está en lo epistémico porque en la vivencia no es la conciencia la que ve, sino que es el yo que vive el que ve.
Por un lado, la identificación de la conciencia con el yo me hace creer, me permite operar en el mundo desde el emplazamiento del cuerpo, y es la identificación que se opera entre yo como operador y la situación, lo que me hace desaparecer en el hacer y recuperarme al término de mi acción. Aquí está en juego el cuerpo y la desaparición de su límite en la fusión con el objeto situación. La imagen de lo que quiero en la situación me lanza en ella y luego me reencuentro en el resultado, pero el cuerpo es mi ancla.
En el plano de la experiencia interna, en cambio, donde la discriminación entre lo que siento y lo que pienso es muy sutil, será la sensación de presencia de lo que experimento lo que me sirva de ancla. Pero como es la misma materia de representación que lo que imagino, el desvío es muy fácil. De modo que atender a ese indicador de la sensación de presencia de los conceptos que pienso o de las sensaciones que tengo, será imprescindible para evitar la identificación que me lleve por un camino equivocado.
Si yo soy el objeto de investigación tengo que tener presente que yo no puedo ver- me, porque soy yo el que ve.
Si se acepta que el átomo teórico de la dinámica psicológica es la estructura acto- objeto y que ésta es una estructura de conciencia, o sea, un momento particularizado de la dinámica vivencial, hay que prestar atención a los elementos que configuran este concepto. Porque este concepto de “estructura de conciencia” no es más que la abstracción conceptual de las vivencias. En términos más vivenciales, este concepto, como todo concepto pero muy especialmente en el caso de los conceptos que se refieren a lo humano, es un molde vacío que se llena a cada instante o, más bien, que podemos abstraer a cada instante.
La fórmula de Brentano que postula que toda conciencia es conciencia de algo ha tenido el acento históricamente sobrecargado por el peso de la tradición, que es perceptualista. Esto es, en la eterna discusión del predominio entre materia e idea, el algo salió ganando en definitiva: la conciencia es un fenómeno fantasmático que rodea al objeto. Es casi como que el objeto siempre prevalece, y es lógico que sea porque vivencialmente estamos determinados por las situaciones, somos seres en situación. Pero por este peso situacional el algo desplazó a la conciencia-de.
Todos los conocimientos que puedo recoger y clasificar sobre el fenómeno humano tienen que ser tomados sobre esta base elemental que es el hecho de que se trata de vivencias concretas, actuales, situadas. Toda conciencia de algo es conciencia situada, con los colores, por así decirlo, los sabores y las sensaciones que en su combinación hacen a la precisa singularidad del momento vivido. Esto es lo histórico o biográfico que caracteriza la vida humana.
Además, a través de mi memoria, la experiencia de toda la humanidad que he podido acumular desde mi mínima ubicación en el conjunto, también se integra en el imaginario colectivo que sirve de trasfondo a la mirada que me sostiene y actúo a cada momento. Esto es la dimensión social de mi ser humano.
Aún así, es la unicidad y exclusividad de cada una de mis vivencias lo que caracteriza mi ser humano, que en términos teóricos puede ser descompuesto en las variantes social e histórica. Yo soy una singularidad, un todetí en términos husserlianos, lo que me diferencia y da identidad en cada instante, cuando confluye toda mi biografía, la totalidad de mi experiencia, en una combinación de la múltiple diversidad que se sintetiza en ese instante.
Esto soy como sujeto, como vivencia actual, en cada momento. Y tratar de calzar esta perspectiva a cada instante es mi desafío como humano, imposible de realizar, valga la redundancia, al instante.
Creo que es nuestro desafío poder construir un aparato conceptual que ajuste el hecho epistémico, el hecho del conocimiento, el acto cognitivo o como se le quiera llamar.
Una conceptualización que pueda dar cuenta del giro radical de la mirada sobre sí misma, que vivencialmente podemos registrar pero la conceptualización husserliana no alcanza a reflejar en la descripción de las reducciones fenomenológica y trascendental.
En las teoréticas en uso la epoché o puesta entre paréntesis no figuran y, por lo contrario, está velada y con ello, desvían la comprensión acabada de lo humano que soy.
Toda construcción teórica debe comenzar por los hechos de que se ocupe. Los hechos humanos, entiendo que pivotean sobre este fenómeno que trato de destacar, el punto de vista único de cada instante, el ser sujetos de una perspectiva situacional, y no objetos de una situación que sí nos determina, pero en cuyo comando podemos ubicarnos.
Llenar el concepto con vivencias, precisar la experiencia de lo conceptualizado, debe ser un ejercicio epistémico constante. Esto es, validar a cada paso los conceptos con la experiencia.
La precisión que intento hacer del nivel epistémico de lo humano, del hecho inmediato como conocimiento inmediato y su caracterización diferenciada, establece ya el límite epistemológico que se tiene que tener en cuenta al considerar la aplicación de modelos teóricos extraídos de los conocimientos de otros fenómenos.
Claro está que las ciencias cognitivas pueden aportar nociones sumamente útiles en el momento de actuar sobre un cuerpo, y destaco: sobre el cuerpo de otro. Pero resultan cortas e inadecuadas al momento de actuar sobre esto que pasa en este cuerpo que es mío. Una cosa es la explicación que brindan y cosa muy distinta es la descripción que puedo hacer de los fenómenos de los que se quiere hablar, porque los veo o vivo de manera radicalmente distinta.
Ya es común concebir que la realidad, y en especial la humana, está constituída por distintos niveles de integración que van desde el nivel de las partículas hasta los fenómenos psicológicos, pero el salto de lo biológico como hecho externo a lo psicológico como hecho interno, si no se lo considera como un giro copernicano sobre el punto de vista vivencial, habrá de resultar un factor de distorsión teórica en su adecuación a lo humano.
Resultan cortas las teorías que buscan explicar los fenómenos de conciencia, abordándo con esquemas de agencia externa este fenómeno que soy, un fenómeno que a cada instante genera nuevas cadenas de agencia. Que se conviertan en externas es otra cosa. Lo que hay que tomar en cuenta es lo que pasa en el momento en que la enacción se configura como agente.
Aunque el concepto de incertidumbre de la cuántica haya sido útil para alegorizar la situación humana, el hecho de que su concepción pertenece a una perspectiva externa, modifica radicalmente la posibilidad de encarar desde ella los problemas que plantea la condición básica de nuestro desarrollo existencial, la libertad.
En otras oportunidades intenté destacar la utilidad del concepto de mirada como el adecuado para mencionar el ámbito acotado en que brota la síntesis que configura cada instante vivido; la resultante de la estructura de variables de conciencia que pueden relevarse en la vivencia. Habitualmente se entiende la mirada como sesgo y la explicación del sesgo queda confinada a las teorías de la percepción y la imaginación en su entremezcla, pero no hay una teoría de la mirada que oriente en la consideración de ese fenómeno de coalescencia de experiencia que se produce en la vivencia del momento.
A mi modo de ver, la mirada es lo que soporta la creencia, que es el elemento a tener en cuenta sobre todo en la comunicación. Porque podemos estar de acuerdo en muchas cosas que fundan nuestra convergencia en una visión de las cosas que expresamos, o sea, que ponemos en términos objetivos, pero a la hora de la acción, las diferencias surgirán de lo que vemos y cómo lo vemos, o sea, de la creencia que configura el sustrato de la visión de cada cual. En suma, la mirada es el parámetro de creencia en cada situación.
De modo que cuando intento resaltar la importancia de la precisión epistémica y epistemológica en la consideración de la estructura conciencia-mundo, y propongo el concepto de mirada como concreción sintética de lo que se entiende por aquélla en la actualización vivencial, no sólo estoy apuntando a consideraciones meramente intelectuales.
Es más, arriba señalé el desplazamiento que se produjo hacia el algo de la conciencia de algo y también que ese algo es una representación de lo que yo creo que es.
Agrego ahora que el problema epistémico del abordaje que nos ocupa radica en que también lo vivencial, cuando quiero estudiarlo, tiene que ser representado porque estando en movimiento no puedo pensarlo. Y aquí está el factor de desvío constante que se funda en la imposibilidad de aprehender directamente el objeto de estudio cuando se trata de yo: yo no puedo ser mi objeto en el momento en que trato de aprehender-me.
Y como necesariamente tengo que representar-me, esa representación no soy yo.
Nunca.
Además de resaltar un elemento que nos puede ser útil en el momento de los desacuerdos intersubjetivos o de la constatación de los hechos vivenciales, quiero destacar que la investigación de este momento que es el acto como presente vivido en toda su plenitud de objeto, abre un nuevo horizonte.
La visión imperante tanto vulgar como científicamente nos ubica en un universo extendido en el que somos una mínima, infinitesimal diferencia. Considerada objetivamente.
Sin embargo, la vivencia actual encierra la posibilidad de una nueva región de experiencia, cuando nos ubicamos en el punto que Castoriadis mencionó como la visión de lo Sin-Fondo o el Abismo, Husserl como lo Absoluto y Silo como lo profundo o lo sagrado. La convergencia de la visión materialista de Castoriadis con la fenomenológica de Husserl coinciden en este punto en que lo categorial se diluye en la actualidad de la vivencia, en esa torsión de la mirada interna sobre sí misma que señala Silo como momento determinante de la trascendencia.
Dar la espalda al mundo de la estructura conciencia-mundo, dirigir la mirada en la dirección diametralmente opuesta a éste, remontando la dirección espontánea que impone la percepción, permite encarar el Universo desde otra posición, diametralmente opuesta a la vivencial de cada día.
En ese momento singular en que dejo de ser mi biografía actuante para ejercer mi libertad absoluta frente al hecho que soy, en que el acto que intenta aprehenderse como objeto renuncia su intento en el abandono de la propia representación de sí, en ese soltar lo que creo de mí en el momento que actúa, es cuando la vivencia se absorbe en la Vida que vive, actuando el Universo que es en la infinitesimal proporción que le corresponde, y desaparece en la plenitud de la vivencia absoluta de ese todo que la absorbe.
Considerar la estructura conciencia-mundo como la formulación abstracta de la más concreta de las vivencias que se pueden tener, me saca de la chatura dimensional del plano conceptual para repletarme en el flujo vivo de lo que es en cada momento.
A partir de esta vivencia es que puede fundarse todo intento de conocimiento del fenómeno humano. Sin ella, se condena cualquier teoría al sinsentido que caracteriza a las actuales y si las asumo como creencias, me reducen al sinsentido. Elegir la aventura que implica el conocimiento de la actualidad de mi ser implica librarme de la más elemental de las incertidumbres: la de no saber quién y qué soy en el momento que y como soy. Es encaminarme hacia la plenitud del Ser que soy. Pero esto es sólo el emplazamiento frente al fenómeno vivencial, o sea, cómo vivo. Además, está lo que es ese vivir, que ya está indicado en el significado del término “estructura” con que se califica al fenómeno conciencia-mundo.
Esta estructuralidad de la conciencia-mundo no es una imposición lógica sino fáctica: conciencia y mundo forman parte del mismo Ser.
Está claro que aquí he modificado radicalmente el punto de vista. Ya no estoy hablando de lo que percibo y vivo sino de lo que construyo mentalmente a partir de esos datos.
Emplazado en una altura imaginaria puedo restaurar el abismo radical que se abre entre yo y el mundo y vernos como partes de un todo: primero y radical, de un todo humano que vive en la simultaneidad del instante. La humanidad forma un sistema cuya unidad podemos recomponer mediante las pertinentes mediaciones abstractivas que aquí voy a ahorrar y merecen mayor detalle. Por caso, el asentamiento geográfico de lo humano da cuenta de diversas culturas fuertemente determinadas por ese emplazamiento, si bien hay notas comunes que permiten superar las diferencias culturales y ver una unidad mayor actuando.
Esta idea de humanidad como ente mayor de lo humano fue adelantada en el Renacimiento por las distintas versiones que se dieron del megantropos, un ser que incluye a todos los individuos y fue pensado a semejanza del individuo corporal, como cuenta David Sámano en su trabajo. Se pueden encontrar rastros de esa concepción al principio del Leviatán de Hobbes, donde se advierte la impronta esotérica en su lenguaje.
Hay todo un trabajo pendiente para desnaturalizar las concepciones antropológicas y poder arribar a una conceptualización propia de ese nivel de fenómeno. Si bien será provisoria hasta tanto la crisálida que todavía somos pueda liberar los seres alados que parecemos destinados a ser.
Ese ensueño fue recurrente a lo largo de la historia, fogoneado por lo que todavía se ve como esotérico, que son las antiguas enseñanzas de la Escuela que de tiempo en tiempo reaparece.
Lo que ha permanecido oculto desde siempre ha sido la experiencia interna del ser humano, la dificultad de la conciencia de liberarse de la fascinación mundana que la ha sometido con la ignorancia de sí.
Así que queda toda una larga tarea por desarrollar: abrirse cada uno a la experiencia interna propia y explorar su abismo insondable y, a la vez, comenzar a liberarse de la concepción natural-perceptualista todavía vigente, los conocimientos que hacen a nuestro estar en el mundo.
Porque el interés del esclarecimiento de la dinámica conciencia-mundo es el de nuestro desarrollo. Claro está que el primer interés en la relación con el mundo es el de nuestra supervivencia como especie y como individuos. Pero estoy yendo más allá.
Sin lugar a dudas y de eso nos hemos ufanado siempre, la humanidad ha transformado el mundo de manera radical. La capa de sentido que impuso sobre lo natural se destacó en la intermediación operativa que brinda la tecnología.
Pero también está la operatividad sobre nuestra propia naturaleza. Entendiendo lo natural como lo que está dado y, en este sentido, la capa de sentido que integramos también está dada para todos y cada uno.
En un bruto reduccionismo, el inconmensurable trayecto que media entre la emisión de partículas por el Sol –para hacerla corta porque si no, hay que remontarse al origen del universo y a sabiendas de que no es la única fuente de partículas- y la generación de la imagen que eclosiona en los seres portadores de psiquismo, permite imaginar, o sea, aportar una suerte de visión de la continuidad fenoménica en la estructura conciencia-mundo.
Pero esta imagen puede revertir su acción no sólo sobre el mundo material concreto que la rodea, a través de la acción, y sobre otros seres humanos a través de alegorías y símbolos comunicados, sino que, a modo de hipótesis, anticipo la posibilidad concebible de que revierta sobre la misma correntada energética que la constituye, a sí y a lo que configura, inaugurando la posibilidad de otra dimensión que, si bien ha permanecido oculta perceptualmente, ha existido siempre en el imaginario colectivo.
Esta reversión de la imagen sobre sí, completando la curvatura que la lleva a intersectarse, implicaría por un lado, completar una suerte de intención universal que ha movido la evolución hasta este punto y, por otro, poner a la humanidad en un nuevo estado evolutivo que no puedo siquiera concebir.
En todo caso, el cuadro de situación que planteo aquí como hipótesis estaría justificando la afirmación de que lo hasta aquí vivido por la Humanidad ha sido su Prehistoria.
De acuerdo a esto, a partir de la intención de la búsqueda deliberada de esa vuelta de la conciencia sobre sí, hemos comenzado a escribir los prolegómenos de la Historia Humana.
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