Ética en la acción política en el Humanismo Universalista

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Tomás Hirsch (Chile)*

Hoy en día las relaciones entre ética y política son muy complejas y hasta tortuosas. A tal punto que ambas parecen constituir universos antagónicos y en apariencia incompatibles entre si. Casi todas las actividades humanas cuentan con un código ético bien definido: hay una ética periodística, una ética médica y así con cada una de la multiplicidad de cosas que los seres humanos debemos hacer para enfrentar la vida. En cambio la política es la única actividad que pareciera regirse por una suerte de pragmatismo implícito que depende casi por completo de las conveniencias coyunturales, tierra de nadie que deja abierta la puerta para cualquier tipo de corrupción. Pero esta forma de abordar la actividad pública ha terminado por pasarle la cuenta a sus representantes frente al conjunto de la sociedad y el desprestigio ético de la clase política es hoy un hecho evidente, especialmente entre los más jóvenes, quienes parecen haber dado ya su veredicto lapidario y a estas alturas irreversible: “los políticos son unos corruptos despreciables, y no podemos contar con ellos para nada”. Una vez dicho esto, le han dado la espalda al poder absteniéndose de participar en las contiendas electorales.

Sin embargo, este vacío de participación de las nuevas generaciones en la vida ciudadana, esta especie de silencio o repliegue juvenil, es un hecho muy grave para las sociedades porque pierden sus opciones de renovación natural, envejecen y con ello va disminuyendo progresivamente su creatividad para encontrar respuestas nuevas a los complejos problemas que deben afrontar. Esta sola razón bastaría para justificar una reflexión en profundidad respecto a qué debiera hacerse para recuperar la credibilidad de las poblaciones hacia la actividad política. Vamos a ello entonces, comenzando con un poco de historia.

Para los griegos y muy especialmente para aquellos dos pilares del pensamiento occidental que son Platón y Aristóteles, ética y política constituían una unidad indivisible. Los ciudadanos virtuosos producían sociedades virtuosas y, a la inversa, las sociedades virtuosas producían ciudadanos virtuosos. Para ellos la dimensión moral de los seres humanos individuales era inseparable de su dimensión política porque tenían la convicción de que el fin del individuo sólo puede entenderse en el seno de la comunidad a la que pertenece. A partir de esa convicción, ambos, cada uno a su modo, desarrollaron una profunda reflexión acerca de las formas de gobernarse de las sociedades y de las conductas de sus gobernantes, en una perfecta resonancia entre lo personal y lo social que hacía posible acercarse al círculo virtuoso antes descrito. Pero esa postura no se remitió sólo al puro ejercicio intelectual ya que también fue algo vivido intensamente por los filósofos. Así, Sócrates participó como soldado en la guerra del Peloponeso y Aristóteles ejerció como formador de Alejandro Magno, hecho que explica en gran medida la conducta conciliadora e integradora que tuvo ese militar gobernante con el vencido pueblo persa, incluso en contra de la opinión de los miembros de su propio ejército.

En cualquier caso, aprovecho de aclarar que no pretendo idealizar en absoluto a la cultura griega y estoy al tanto de sus limitaciones, como por ejemplo que tan sólo un pequeño porcentaje de su población era considerado ciudadano con derechos plenos (aproximadamente, un dieciseisavo); la gran mayoría no podía participar. Así no vale, como tampoco vale hacer un tratado de las conductas virtuosas mientras se justifica la esclavitud. Pero ese es el punto de partida que tenemos y estas contradicciones no hacen más que poner en evidencia la complejidad de la relación entre ética y política (1).

Las resonancias de la historia nunca dejan de sorprender y parecen darle la razón a Niezstche y su eterno retorno. El período histórico posterior llamado helenístico, del cual Alejandro fue uno de sus principales protagonistas, se caracterizó por una fuerte internacionalización de la cultura helénica con el consecuente debilitamiento de las ciudades-estado, base fundamental de la vida griega, fenómeno muy parecido a la actual crisis de los estados nacionales a consecuencia del avance de la globalización. Entonces, la noción de ciudadano –tan entrañablemente griega- se fue desdibujando y se rompieron las relaciones de reciprocidad entre lo social y lo personal. A partir de ese momento emergió una nueva identidad dirigida hacia el individuo.

En una mirada muy gruesa (y que me perdonen los historiadores), en términos políticos la Edad Media se caracterizó por la lucha entre el poder divino representado por la Iglesia y el poder temporal encarnado en la monarquía. Las sociedades se habían vuelto verticales y en las pugnas políticas el pueblo tenía una participación casi nula. El poder ahora venía de Dios, no de las comunidades, en eso los poderosos estaban de acuerdo; la discusión pasaba por determinar quién debía administrarlo.

Nicolás Maquiavelo, que era un humanista del Renacimiento, fue el primero en abordar el problema desde la óptica del análisis sistemático, como ciencia política. En su libro El Príncipe ya queda clara la contradicción profunda entre la ética personal y la razón de estado, que puede justificar cualquier medio. Aquí ya no se trata de una reflexión “en abstracto” sino que a partir de la acción política concreta. Y no es que el florentino justifique cualquier cosa, como se ha querido entender después, pero sí deja establecido que un gobernante puede (y debe) renunciar a sus convicciones morales personales para preservar el estado que tiene a su cargo, utilizando todos los medios a su alcance para ello. Así, se inauguraba una época de doble moral y se disociaba definitivamente lo público de lo privado. También aparecía el político profesional y la esfera del poder se alejaba para siempre de la gente (2).

A partir de ese momento (y amparándose en el pobre Maquiavelo), el acceso al poder y su control posterior ha justificado (y justifica) casi cualquier cosa: la violencia, la corrupción, la manipulación, la traición y un largo etcétera. El platónico “gobierno de los mejores” (tan ensalzado por Niezstche) ha terminado en su opuesto, es decir, en el gobierno de los peores, de acuerdo a la percepción de la ciudadanía. Pero el problema más grave parece ser que, muy en el fondo, salvo contadas excepciones como los gobiernos representados por nuestros buenos amigos de Bolivia y Ecuador aquí presentes, la gente tampoco creyera que los “hombres buenos” tuvieran la capacidad y la fortaleza necesarias para administrar el estado con eficiencia, así es que siguen votando por los malos. De modo que por más confiable que seas, puedes no ser creíble y entonces no te votan; y lo que se deduce de esta conducta aparentemente contradictoria de los pueblos es que, independientemente de lo que digan, lo que creen es otra cosa: que en política, el apego estricto a un código moral se parece mucho a la debilidad.

¿Cómo se puede resolver esta situación aparentemente insoluble? ¿Son la ética y la política ámbitos definitivamente irreconciliables? Estas son las preguntas que los humanistas quisiéramos poner en el debate de este panel.

Nuestra acción política siempre se ha mantenido fiel a un código ético que comienza por aquel viejo principio que dice “trata a los demás como quieres que te traten a ti” y hemos pagado por ello el costo de ser vistos como ingenuos o utópicos que viven en un mundo ideal y tienen una noción muy pobre de la “realidad” lo que, a juicio de la ciudadanía, parece ser una limitación para gobernar más que una virtud. “Son muy buenas personas, pero lo que proponen es imposible de lograr”, piensan.

Para terminar, yo quisiera establecer entonces mi posición con claridad y es ésta: continuaré, continuaremos, como hasta ahora, intentando conciliar la ética con la acción política, aún a pesar de las derrotas circunstanciales que dicha conducta pudiera implicar. “Hemos fracasado pero insistimos”, dijo en este mismo lugar hace unos pocos años Silo. “Insistimos porque volamos en las alas de un pájaro llamado Intento”.

Me parece que la época del “todo vale” se está cerrando con la gran crisis a la que estamos asistiendo por estos días y ello hará que los pueblos revisen sus creencias. Cuando cayó el muro de Berlín de un día para otro, al comienzo se lo vio como algo “increíble”. Cuando se derrumbó la Unión Soviética, la población de ese enorme país despertó una mañana y su país ya no existía; por supuesto que no lo podían creer. “Es imposible”, decían todos. Ahora cayó el mercado y tiende a suceder lo mismo. Pero la historia no se detiene: los hechos terminan imponiéndose a las creencias y nos obligan a revisarlas. Así, es muy probable que los pueblos se abran a respaldar nuevas formas de liderazgo, como parece ya estar sucediendo en Latinoamérica, para las que el poder es considerado sólo como un medio para ayudar a esos mismos pueblos a ser felices y nunca como un fin en si mismo.

Y aunque pareciera que todavía no estamos preparados para ello, estoy convencido de que en el futuro los seres humanos sabremos encontrar formas de democracia mucho más perfectas que impidan cualquier forma de concentración del poder, con lo cual la lucha política perderá gran parte de los atributos y ansiedades que hoy la caracterizan. Ese gran anarquista y uno de los creadores de la desobediencia civil que fue Henry David Thoreau dijo lo siguiente: “El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto; y cuando los hombres se hallen preparados para ello, ese será el gobierno que se darán”.

Hay muchas razones que indican que aún no estamos en situación de abordar un desafío de tal magnitud y talvez hasta sería un gravísimo error siquiera intentarlo en las condiciones actuales. Pero esa imagen referencial queda vibrando como sentida aspiración, como la luz del faro que titila en nuestras pupilas cuando nos llama desde la rivera opuesta del mar.

* Humanista desde su adolescencia, el 2005 fue el candidato presidencial del Juntos Podemos Más, la alianza de izquierda más amplia en Chile desde la época de Salvador Allende, obteniendo alrededor de quinientos mil votos. Su estilo irreverente, franco y directo, sin ataduras de ningún tipo, lo posicionan como una nueva propuesta de transformación social, de convergencia y abierta al futuro. Sin embargo, ya anteriormente, en 1999, había sido candidato presidencial por su Partido Humanista, del cual fue uno de sus fundadores en 1984.
Promovió la lucha no violenta contra la dictadura militar del General Pinochet. Fue uno de los fundadores de la Concertación de Partidos por la Democracia, asumiendo como Embajador de Chile en Nueva Zelanda cuando la coalición ganó el primer gobierno democrático. Tres años después, junto a su partido, se retira de la Concertación, renunciando a su cargo, cuando las cúpulas de esa coalición abrazan el modelo económico, político y social heredados de la dictadura.
Actualmente es el vocero del Humanismo para Latinoamérica y en esa calidad ha recorrido América y Europa reuniéndose con los líderes más progresistas de la región, entre los que destaca Evo Morales, presidente de Bolivia, quien además prologó su primer libro. En numerosas universidades y medios de comunicación de los lugares que ha visitado ha expuesto su visión sobre el momento actual y el camino hacia la integración latinoamericana en dirección a una nación humana universal; estas charlas y entrevistas se pueden acceder a través de su Web www.tomashirsch.org.
Su acción política y social, así como sus reflexiones, dan origen a su reciente libro “El Fin de la Prehistoria”.

1 En Atenas, por ejemplo, el Parlamento (la Bulé) sometía a todo candidato a un exhaustivo examen de moralidad, la “ docimasía”. (Citado del libro “Atenas, una democracia” de Robert Cohen). Hoy día en muchas partes los parlamentarios electos están obligados por ley a hacer una declaración jurada de sus bienes al momento de asumir y los más transparentes la suben a su sitio web, pero ni aún así pueden sacarse de encima la sospecha de corrupción, tan arraigada está la creencia pública.

2 “En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en la de los príncipes, contra los cuales no hay juicio que implorar, se considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su estado. Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las exterioridades y seducir del acierto”. (“El Príncipe”, Maquiavelo. (Comentario de Napoleón: “ Triunfad siempre, no importa cómo; y tendréis razón siempre”)).

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